Homenaje al Delirium
Craig J Wilson Residente de Geriatría
Duke University Durham, NC
BMJ 2000; 321: 485

http://www.bmj.com/cgi/content/full/321/7259/485


Hace poco comencé la residencia de Geriatría en un hospital clínico grande.   La lista de los que iban a ser mis pacientes en los próximos dos años, me llenó de inquietud: Decano de tal, Profesor de Cual…. Acababa de terminar mi internado en un hospital comunitario, y me sentí como si tuviera que enfrentarme de nuevo a los profesores que me habían examinado.

Fue entonces cuando ingresó un Profesor de Cual.  Llevaba algún tiempo atendiéndole cuando de pronto empezó a hablarnos de sus pasadas glorias académicas.  Me sorprendió que entrara en delirium cuando había pasado tan poco tiempo desde su ingreso.  Tal vez se debía a que una parte de mí no aceptaba que una figura académica de su nivel pudiera convertirse tan rápidamente en una más de las almas viejas y grises que se pelean con la realidad en las camas de los hospitales.

Asistíamos a las fluctuaciones de su estado mental, y hubo que tratar su insuficiencia cardiaca, lo que desencadenó un tira y afloja entre la medicina basada en la evidencia y la necesidad de simplificar la prescripción.  Me urgía hacerle volver a su entorno más familiar.  Pero a pesar de su estado podía entrever la vieja magia que encerraba el Profesor y me hacía gracia verle machacar a los internos, a los que exigía analíticas y pruebas innecesarias ante en menor síntoma.

Más tarde aumentó su desorientación.  La mirada del médico responsable del caso traducía una gran preocupación, y me di cuenta de que yo no era el único al que contemplar el desvarío de un eminente miembro de nuestra profesión le llenaba de tristeza.

“Pero si es que tengo  que ir a la Johns Hopkins”, gritaba, en pleno delirium, “tengo que dar una charla".  Lo ha organizado todo mi hijo, ya lo conoce Ud, ¿no?”, decía al tiempo que me señalaba a la pared.  Para quienes pasaban por su habitación no era más que otro viejo enfermo, que desplazándose temblorosamente con el andador como una ramita zarandeada por el viento. Sin embargo, yo le veía enfrascado en una charla extraña y subyugante. El turbulento mar de su pensamiento le había trasladado a un aula lejana en el tiempo y en el espacio.  En su delirio el andador se había transformado en un atril y se le veía lleno de vida, devuelto a su antigua gloria profesional como catedrático mientras se dirigía a una audiencia alucinatoria.

Inicialmente mi instinto me impulsaba a hacerle volver a la realidad, pero por otra parte, parecía que volver a sentirse en el candelero académico le resultaba terapéutico así que me limité a tomar medidas para que no perdiera el equilibrio.  Me sentía como si se me hubiese honrado con presenciar algo así como una charla del Dr Parkinson sobre la parálisis agitante.

Si hay algo que he aprendido de mi experiencia con el catedrático es que el delirium es algo más que un paciente confuso.  Es un estado privativo del individuo, que se nutre de la totalidad de sus experiencias vitales.  Y he comprendido que como tal, aunque es fácil de diagnosticar, no es frecuente que tengamos la oportunidad de contextualizar el proceso anormal del pensamiento propio del delirium.  Tal vez si conociéramos más en detalle las pasiones de nuestros pacientes seríamos capaces de comprender lo que subyace en la manera en que se manifiesta su desorientación.  Un gran hombre puede seguir siendo un gran hombre incluso en pleno estado confusional,  y saberlo me sirve para disfrutar cuando atiendo a mis pacientes en sus días más oscuros.

Ahora, cuando paso por el despacho del Jefe de Residentes al ir a pasar sala, me detengo un instante junto a la foto de mi paciente, en la que se puede leer “Internos 1935-36”, y me pregunto si tendré la suerte de que mis divagaciones delirantes puedan algún día causar a alguien un impacto tan profundo.

©Txori-Herri Medical Association, 1997-2000


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