La medicalización de la condición humana

Chodoff P.  The Medicalization of the Human Condition.  Psychiatric Services 2002; 53: 627-8. 


 

 En mi calidad de psiquiatra en activo desde la II Guerra Mundial, he presenciado cambios muy profundos en nuestra profesión.  Entre ellos, el auge y posterior declive del Psicoanálisis como referencia terapéutica, el viraje de inmenso alcance que ha sufrido la financiación de nuestra actividad y el creciente énfasis en el aspecto “bio” del paradigma biopsicosocial ampliamente aceptado como modelo teórico para nuestro trabajo.

 

Sin embargo, la transformación a la que me refiero en este artículo es el firme y tenaz esfuerzo de muchos psiquiatras para remedicalizar su profesión, para superar la situación existente en los primeros años tras la guerra mundial, en la que la comunidad psicoanalítica dominante miraba a los psiquiatras que se definían como médicos con una actitud cercana al desdén, al tiempo que se ignoraba relativamente la influencia de las actividades cerebrales sobre la conducta anormal.  La estrella de Belén del movimiento remedicalizador han sido las sucesivas ediciones del DSM, responsables del esquema diagnóstico ateórico, sintomático y no psicodinámico vigente hoy en día en todo el mundo.

 

No cuestiono que la remedicalización fuera en principio necesaria ni que haya ejercido en muchos aspectos un efecto positivo y vigorizador en la psiquiatría, permitiendo el desarrollo de tratamiento más efectivos.  Pero sí sostengo que el péndulo de la remedicalización ha ido demasiado lejos, y que algunos psiquiatras norteamericanos, en su afán por incluir todas las variedades y extravagancias de los sentimientos y comportamientos humanos en su ámbito profesional corren el riesgo de medicalizar no sólo la Psiquiatría, sino la propia condición humana.   Medicalizar la condición humana es aplicar una etiqueta diagnóstica a varios sentimientos o comportamientos desagradables o no deseables que no son claramente anormales pero que se sitúan en un área nebulosa difícil de distinguir de toda una gama de experiencias que a menudo van ineludiblemente unidas al hecho de ser humano.

 

Debe reconocerse que los síndromes clínicos se solapan con ciertos sentimientos y comportamientos no deseados que son tan frecuentes que considerarlos como enfermedad o incluso como trastorno haría que estos términos acabaran careciendo de significado.  Merece la pena destacar que el “trastorno mental”, término que se introdujo para evitar emplear la palabra “enfermedad” no ha sido satisfactoriamente definido por los artífices de los DSM, que en el DSM-IV aseguran que “debe admitirse que ninguna definición especifica adecuadamente unos límites precisos para el concepto de trastorno mental.

 

¿Qué entidades pueden incluirse en esa área gris entre la normalidad y la patología?  Abundan los ejemplos.  Uno de los más destacados es la epidemia de fobia social en nuestro país.  ¿Hay realmente 33 millones de americanos con una timidez tan extrema que justifique que se les diagnostique?  Un reciente artículo del New York Times describe el proceso, que comenzó desde lo que anteriormente era un rasgo de personalidad, no siempre considerado no deseable, pasó por la enumeración de celebridades afectadas y terminó, con un empujoncito de SmithKline Beecham, en la medicalización de lo que “en esencia no es una entidad médica”.

 

Otro ejemplo significativo es el de la depresión.  La depresión severa y claramente definida, es sin duda un trastorno que se adecua al modelo médico, en especial cuando se combina con fases maniacas. Sin embargo, los episodios menos severos de afecto depresivo no siempre se pueden distinguir con precisión de estados mentales que no justifican una etiqueta diagnóstica, como la infelicidad humana normal o “la depre”.  En palabras del autor de un reciente libro sobre la experiencia depresiva “una enfermedad que como la depresión afecta nada menos que al 25% de la población mundial, ¿puede ser, en realidad, una enfermedad?”

 

Creo que la incertidumbre sobre la efectividad del hipérico en el tratamiento de la depresión sirve para ilustrar mi tesis.  Los autores de un estudio reciente, cuidadosamente controlado, según el cual el hipérico no es efectivo en el tratamiento de la depresión mayor, sugieren que los resultados favorables de estudios previos se debían a fallos importantes en su diseño.  Me atrevo a proponer que uno de los fallos era que alguno de los pacientes incluidos en esos estudios se encontraba en ese área gris a la que vengo refiriéndome y que habría mejorado pasado un tiempo, tomara o no medicación.

 

¿Padecen todas las personas excitadas una afección etiquetada como trastorno por ansiedad generalizada?  ¿Y podemos distinguir fiablemente la bulliciosidad y distraibilidad de muchos niños del trastorno por déficit de atención?  Entre los trastornos de personalidad –categoría toda ella de validez dudosa- el área gris incluye las siguientes dicotomías: trastorno paranoide de la personalidad versus mentalidad suspicaz, trastorno esquizoide de la personalidad versus preferencia por la soledad, trastorno de la personalidad por evitación versus sensibilidad leve a moderada al rechazo, y trastorno narcisista de la personalidad versus tendencia al egocentrismo y a la ostentación.

 

Finalmente, ¿podemos compartir la afirmación del Surgeon General de que una quinta parte de la población estadounidense necesita tratamientos mentales, sin plantearnos la misma pregunta que he citado al hablar de la depresión?  ¿No siembra dudas esta cifra sobre la validez del propio concepto de enfermedad mental al tiempo que da crédito a quienes como Thomas Szasz sostienen que la “enfermedad mental” es simplemente un constructo social?

 

Los artífices de los DSM y muchos otros psiquiatras estarán de acuerdo con la afirmación de que con una adherencia consciente a los criterios del DSM prevendremos los peligros y confusiones que describo.  Hay que reconocer que los criterios sirven para delinear y definir la mayor parte de los trastornos psiquiátricos y para diferenciarlos unos de otros permitiendo el diagnóstico y el tratamiento.

 

Sin embargo, creo que la aplicación de los criterios del DSM a esas áreas grises de las que vengo hablando está limitada por dos vulnerabilidades básicas.  La primera es que ningún esquema subjetivo de los antecedentes personales del paciente y de sus quejas puede distinguir de manera infalible entre síndromes clínicos discretos que cumplen los criterios de trastorno y varias formas de malestar humano de menor intensidad.  Hace falta, y tendríamos que encontrarlo, algún tipo de marcador biológico, como alteraciones tisulares o anomalías serológicas o en la neuroimagen, que pueda distinguir, por ejemplo, entre una depresión clínica y un estado de infelicidad.  Este tipo de marcadores biológicos existen en otras ramas de la Medicina, pero en la Psiquiatría son muy escasos.  También es cierto que la mayor parte de la gente con depresión, sea ésta clínica o no, tienen otros problemas y preocupaciones con repercusión en sus sentimientos, que influyen en los criterio utilizados para diagnosticarles.

 

En segundo lugar, en las situaciones en las que el cuadro clínico es confuso debe tenerse en cuenta la motivación y experiencia del psiquiatra diagnosticador.  Un incentivo muy importante es que con un diagnóstico DSM el paciente tendrá cobertura sanitaria, algo que no sucederá si no se le diagnostica.  Otro incentivo es que para un psiquiatra con formación farmacológica y escasos conocimientos en psicoterapia el diagnóstico DSM permite que el paciente puede recibir psicofármacos en lugar de técnicas psicoterápicas.  Aun existen otras motivaciones menos obvias, pero significativas, que pueden desempeñar un papel importante.

 

En resumen, creo que en su búsqueda del Santo Grial de la remedicalización la Psiquiatría ha corregido el exceso que se estaba dando en una dirección a costa de producir un nuevo exceso en el otro sentido.   Como resultado no sólo se ha dado un excesivo énfasis a la diagnóstico según el modelo médico, sino que ha surgido un “furor pharmachologicus” ligado a él que aspira a encontrar un medicamento específico para cada comportamiento o sentimiento aberrante, como si el objetivo final fuera lograr una sociedad tranquilizada por el “soma” del que nos habla Aldous Huxley en su distopía “Un mundo Feliz”.

 

Otra consecuencia ha sido la desvalorización de la psicoterapia, salvo cuando se utiliza conjuntamente con fármacos.  Los pacientes que solicitan psicoterapia sufren con frecuencia lo que podríamos llamar “problemas vitales”, que se definen como situaciones que provocan síntomas psicopatológicos suficientemente intensos para influir de forma negativa en el bienestar y en las relaciones de esas personas pero que no justifican un diagnóstico de enfermedad o trastorno.  Estos pacientes suelen beneficiarse más de una psicoterapia que de un tratamiento con fármacos.  La tiranía de la “necesidad médica”, un criterio de entrada al sistema sanitario pasado de moda que ya no resulta efectivo, impone que sólo existan dos maneras para llevar a cabo este tratamiento: o bien los pacientes se lo pagan de su bolsillo, o bien se trampea dándoles un diagnóstico falseado que permita la cobertura del tratamiento al tiempo que coloca en una situación de riesgo moral al terapeuta.  Este grupo de pacientes, a los que en terminología norteamericana se llama en ocasiones “worried well” y en nuestro país serían los “poco enfermos” ha sido muy importante en mis 50 años de práctica profesional y en la de muchos colegas, y hemos ayudado a muchos de ellos a conseguir buenos resultados.

 

En lugar de seguir con esta farsa, creo que la solución sería que la Psiquiatría reconozca e intente afrontar que nuestra profesión, aunque tiene un pie sólidamente anclado en la Medicina, está también profundamente implicada en otros aspectos de la condición humana.  En este sentido trasciende el modelo médico.  La integridad no sólo de la profesión psiquiátrica, sino de otras profesiones de ayuda como la psicología y el trabajo social, que actualmente se desenvuelven con incomodidad bajo las limitaciones de un modelo de enfermedad a veces inapropiado, dependerá de que aceptemos los dos aspectos de nuestra identidad.

 

Chodoff P.  The Medicalization of the Human Condition.  Psychiatric Services 2002; 53: 627-8.